viernes, 14 de enero de 2011

Estoy agradecida por... los lugares en los que viví.

Vivir fuera de la Ciudad de México y lejos de la familia extendida, como ya he comentado en un post anterior, es una de las mayores bendiciones que hubo en mi infancia y juventud. La distancia aportó perspectiva que considero valiosísima. Y los lugares le dieron dimensión a ésa perspectiva porque a cada lugar que llegamos aprendimos los modos locales, nos fundimos con el entorno y descubrimos cuán ciega puede ser la gente que no ha salido nunca de sus cuatro paredes. Mi mamá siempre dijo que no quería que creciéramos sabiendo que habíamos vivido en aquellos lugares sin haber conocido sus riquezas, así que se encargó de mostrarnos siempre lo mejor de cada lugar.

Puebla nos recibió con un hermoso preescolar Montessori, clases de gimnasia y una camioneta pick-up. Mi papá había aceptado un trabajo vendiendo montacargas de Perkins y estaba en el trabajo todo el día. Así que comenzó a gestarse nuestro "club de chicas".

Mi mamá era muy joven aún; apenas con 27 años se las arregló para llevar la casa, atendernos a nosotras y sobrevivir en la sociedad "pipope". Ésto último era lo más difícil, creo yo, pues no era bien recibida según recuerdo. Para nosotras era muy agradable ir al club a la alberca mientras mi papá hacía relaciones, pero para mi mamá era muy complejo relacionarse con aquellas mujeres poblanas de sociedad, que sólo querían saber de ropa nueva, viajes y nanas. Nuestra realidad era muy diferente y éso no facilitaba las cosas para mi mamá. Pero aún así, se encargó de hacer de las dos casas que habitamos en Puebla, verdaderos hogares.

¿Lo mejor de aquellas casas? El arenero y la cochera de casa de los Mansi, donde jugábamos por horas. Jovita, el sol que entraba por la ventana de la sala y los árboles de navidad que mi mamá decoraba. Y el jardín de la casa verde... aunque luego se lo adueñara el Pecas, que llegó sin invitación una Navidad.

¿Lo mejor de Puebla? El amor que mi mamá plantó en nosotras por la Historia de México y por la historia de aquellos próceres que, bajo su tutela, se volvieron gente cercana, normal... la casa de los hermanos Serdán y la biblioteca Palafoxiana se convirtieron en visitas regulares durante aquellos años, junto con los Fuertes de Loreto y Guadalupe. ¡Simplemente maravilloso!

Luego Toluca. Frío bajo cero, una casita chiquita y húmeda que de nuevo mi mamá vistió. Escuela pública, grandes amigos y los primeros amores. Toluca me vió florecer como mujer y en ella me despedí de mi infancia.

Fue la única ciudad en la que jugué en la calle sin supervisión. Me la pasaba bomba y aprendí a negociar entre juego y tarea. Fue la primera vez que fui consciente de que lo académico no se me dificultaba, y de que me llamaba profundamente la atención el proceso de enseñanza-aprendizaje. Y desde luego que las visitas históricas también se dieron. La carretera México-Toluca está llena de pequeños lugares que se mencionan en los libros, como Tres Cruces y la Marquesa. Como no bajábamos del coche, nos servía de pretexto para platicar durante el camino.

Finalmente, Guadalajara. ¡Ah, qué difícil llegar a la Perla Tapatía en tiempos de "hacer patria matando un chilango"! Nosotros llegamos antes del terremoto del '84, pero igual no éramos bien recibidos. La doble moral tapatía y la adolescencia franca me hicieron sufrir mucho. Y sin embargo, las tres amigas de secundaria siguen hoy cerca de mi, tal vez no tanto como hubiéramos soñado, pero seguimos en contacto y atesoramos aquellos tiempos de encuentro y de juventud. Karina, Adriana y Paula... sin duda fueron uno de los mejores regalos que Guadalajara me dió a mi llegada. Sin ustedes, la vida aquí hubiera sido francamente insufrible.

Contra todo pronóstico, nos establecimos aquí. Hace ya 27 años que llegamos a la casita de La Calma y yo todavía me siento fuereña. Chilanga ya no; bueno, sí y no, porque siento que ya no son de ninguna parte. Y secretamente, en el fondo de mi corazón, sigo esperando la señal que me indique que debo seguir.

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